by JE Pacheco · Cited by 180 — Las batallas en el desierto. José Emilio Pacheco. A la memoria de José Estrada,. Alberto Isaac y Juan Manuel Torres,. Y a Eduardo Mejía.
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Las batallas en el desiertoJos” Emilio PachecoA la memoria de Jos” Estrada,Alberto Isaac y Juan Manuel Torres,Y a Eduardo Mej™aThe past is a foreign country. They do things differently there. L. P. Hartley: The Go-BetweenIEL MUNDO ANTIGUOMe acuerdo, no me acuerdo: Àqu” aŒo era aqu”l?; Ya hab™a supermercados pero no televisiŠn, radio tan sŠlo: Las aventuras de Carlos Lacroix, Tarz⁄n, El Llanero Solitario, La LegiŠn de los Madrugadores, Los NiŒos Catedr⁄ticos, Leyendas de las calles de M”xico, Panseco, El Doctor I.Q., La Doctora CorazŠn desde su Cl™nica de Almas. Paco Malgesto narraba las corridas de toros, Carlos Albert era el cronista de futbol, el Mago Septi”n trasmit™a el beisbol. Circulaban los primeros coches producidos despu”s de la guerra:

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Packard, Cadillac, Buick, Chrysler, Mercury, Hudson, Pontiac, Dodge, Plymouth, De Soto. êbamos a ver pel™culas de Errol Flynn y Tyrone Power, a matin”s con una de episodios completa: La invasiŠn de Mongo era mi predilecta. Estaban de moda Sin ti, La rondalla, La burrita, La mœcura, Amorcito CorazŠn. Volv™a a sonar en todas partes un antiguo bolero puertorriqueŒo: Por alto est” el cielo en el mundo, por hondo que sea el mar profundo, no habr⁄ una barrera en el mundo que mi amor profundo no rompa por ti.Fue el aŒo de la poliomielitis: escuelas llenas de niŒos con aparatos ortop”dicos; de la fiebre aftosa: en todo el pa™s fusilaban por decenas de miles reses enfermas; de las inundaciones: el centro de la ciudad se convert™a otra vez en laguna, la gente iba por las calles en lancha. Dicen que con la prŠxima tormenta estallar⁄ el Canal del y anegar⁄ la capital. Qu” importa, contestaba mi hermano, si bajo el r”gimen de Miguel Alem⁄n ya vivimos hundidos en la mierda.La cara del SeŒorpresidente en dondequiera: dibujos inmensos, retratos idealizados, fotos ubicuas, alegor™as del progreso con Miguel Alem⁄n como Dios Padre, caricaturas laudatorias, monumentos. AdulaciŠn pœblica, insaciable maledicencia privada. Escrib™amos mil veces en el cuaderno de castigos: Debo ser obediente, debo ser obediente, debo ser obediente con mis padres y con mis maestros. Nos enseŒaban historia patria, lengua nacional, geograf™a del DF: los r™os (aœn quedaban r™os), las montaŒas (se ve™an las montaŒas). Era el mundo antiguo. Los mayores se quejaban de la inflaciŠn, los cambios, el tr⁄nsito, la inmoralidad, el ruido, la delincuencia, el exceso de gente, la mendicidad, los extranjeros, la corrupciŠn, el enriquecimiento sin l™mite de unos cuantos y la miseria de casi todos.Dec™an los periŠdicos: El mundo atraviesa por un momento angustioso. El espectro de la guerra final se proyecta en el horizonte. El s™mbolo sombr™o de nuestro tiempo es el hongo atŠmico. Sin

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embargo hab™a esperanza. Nuestros libros de texto afirmaban: Visto en el mapa M”xico tiene forma de cornucopia o cuerno de la abundancia. Para el impensable aŒo dos mil se auguraba -sin especificar cŠmo ™bamos a lograrlo- un porvenir de plenitud y bienestar universales. Ciudades limpias, sin injusticia, sin pobres, sin violencia, sin congestiones, sin basura. Para cada familia una casa ultramoderna y aerodin⁄mica (palabras de la ”poca). A nadie le faltar™a nada. Las m⁄quinas har™an todo el trabajo. Calles repletas de ⁄rboles y fuentes, cruzadas por veh™culos sin humo ni estruendo ni posibilidad de colisiones. El para™so en la tierra. La utop™a al fin conquistada.Mientras tanto nos moderniz⁄bamos, incorpor⁄bamos a nuestra habla t”rminos que primero hab™an sonado como pochismos en las pel™culas de Tin Tan y luego insensiblemente se mexicanizaban: tenqu™u, oqu”i, uasamara, sherap, sorry, uan mŠment pliis. Empez⁄bamos a comer hamburguesas, pays, donas, jotdogs, malteadas, ⁄iscrim, margarina, mantequilla de cacahuate. La cocacola sepultaba las aguas frescas de jamaica, ch™a, limŠn. Los pobres segu™an tomando tepache. Nuestros padres se habituaban al jaibol que en principio les supo a medicina. En mi casa est⁄ prohibido el tequila, le escuch” decir a mi t™o Juli⁄n. Yo nada m⁄s sirvo whisky a mis invitados: hay que blanquear el gusto de los mexicanos.IILOS DESASTRES DE LA GUERRA

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En los recreos com™amos tortas de nata que no se volver⁄n a ver jam⁄s. Jug⁄bamos en dos bandos: ⁄rabes y jud™os. Acababa de establecerse Israel y hab™a guerra contra la Liga çrabe. Los niŒos que de verdad eran ⁄rabes y jud™os sŠlo se hablaban para insultarse y pelear. Bernardo MondragŠn, nuestro profesor, les dec™a: Ustedes nacieron aqu™. Son tan mexicanos como sus compaŒeros. No hereden el odio. Despu”s de cuanto acaba de pasar (las infinitas matanzas, los campos de exterminio, la bomba atŠmica, los millones y millones de muertos), el mundo de maŒana, el mundo en el que ustedes ser⁄n hombres, debe ser un sitio de paz, un lugar sin cr™menes y sin infamias. En las filas de atr⁄s sonaba una risita. MondragŠn nos observaba trist™simo, se preguntaba qu” iba a ser de nosotros con los aŒos, cu⁄ntos males y cu⁄ntas cat⁄strofes aœn estar™an por delante.Hasta entonces el imperio otomano perduraba como la luz de una estrella muerta: Para m™, niŒo de la colonia Roma, ⁄rabes y jud™os eran “turcos”. Los “turcos” no me resultaban extraŒos como Jim, que naciŠ en San Francisco y hablaba sin acento los dos idiomas; o Toru, crecido en un campo de concentraciŠn para japoneses; o Peralta y Rosales. Ellos no pagaban colegiatura, estaban becados, viv™an en las vecindades ruinosas de la colonia de los Doctores. La calzada de La Piedad, todav™a no llamada avenida Cuauht”moc, y el parque Urueta formaban la l™nea divisoria entre Roma y Doctores. Romita era un pueblo aparte. All™ acecha el Hombre del Costal, el gran Robachicos. Si vas a Romita, niŒo, te secuestran, te sacan los ojos, te cortan las manos y la lengua, te ponen a pedir caridad y el Hombre del Costal se queda con todo. De d™a es un mendigo; de noche un millonario elegant™simo gracias a la explotaciŠn de sus v™ctimas. El miedo de estar cerca de Romita. El miedo de pasar en tranv™a por el puente de avenida Coyoac⁄n: sŠlo rieles y durmientes; abajo el r™o sucio de La Piedad que a veces con las lluvias se desborda.

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Antes de la guerra en el Medioriente el principal deporte de nuestra clase consist™a en molestar a Toru. Chino chino japon”s: come caca y no me des. Aja, Toru, embiste: voy a clavarte un par debanderillas. Nunca me sum” a las burlas. Pensaba en lo que sentir™a yo, œnico mexicano en una escuela de Tokio; y lo que sufrir™a Toru con aquellas pel™culas en que los japoneses eran representados como simios gesticulantes y mor™an por millares. Toru, el mejor del grupo, sobresaliente en todas las materias. Siempre estudiando con su libro en la mano. Sab™a jiu-jit-su. Una vez se cansŠ y por poco hace pedazos a Dom™nguez. Lo obligŠ a pedirle perdŠn de rodillas. Nadie volviŠ a meterse con Toru. Hoy dirige una industria japonesa con cuatro mil esclavos mexicanos.Soy de la Irgœn. Te mato: Soy de la LegiŠn çrabe. Comenzaban las batallas en el desierto. Le dec™amos as™ porque era un patio de tierra colorada, polvo de tezontle o ladrillo, sin ⁄rboles ni plantas, sŠlo una caja de cemento al fondo. Ocultaba un pasadizo hecho en tiempos de la persecuciŠn religiosa para llegar a la casa de la esquina y huir por la otra calle. Consider⁄bamos el subterr⁄neo un vestigio de ”pocas prehistŠricas. Sin embargo, en aquel momento la guerra cristera se hallaba menos lejana de lo que nuestra infancia est⁄ de ahora. La guerra en que la familia de mi madre participŠ con algo m⁄s que simpat™a. Veinte aŒos despu”s continuaba venerando a los m⁄rtires como el padre Pro y Anacleto Gonz⁄lez Flores. En cambio nadie recordaba a los miles de campesinos muertos, los agraristas, los profesores rurales, los soldados de leva.Yo no entend™a nada: la guerra, cualquier guerra, me resultaba algo con lo que se hacen pel™culas. En ella tarde o temprano ganan los buenos (Àqui”nes son los buenos?). Por fortuna en M”xico no hab™a guerra desde que el general C⁄rdenas venciŠ la sublevaciŠn de Saturnino Cedillo. Mis padres no pod™an creerlo porque su niŒez, adolescencia y juventud pasaron sobre un fondo continuo de batallas

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IIIALê BABç Y LOS CUARENTA LADRONESEra extraŒo que si su padre ten™a un puesto tan importante en el gobierno y una influencia decisiva en los negocios, Jim estudiara en un colegio de mediopelo, propio para quienes viv™amos en la misma colonia Roma venida a menos, no para el hijo del poderos™simo amigo ™ntimo y compaŒero de banca de Miguel Alem⁄n; el ganador de millones y millones a cada iniciativa del presidente: contratos por todas partes, terrenos en Acapulco, permisos de importaciŠn, constructoras, autorizaciones para establecer filiales de compaŒ™as norteamericanas; asbestos, leyes para cubrir todas las azoteas con tinacos de asbesto cancer™geno; reventa de leche en polvo hurtada a los desayunos gratuitos en las escuelas populares, falsificaciŠn de vacunas y medicinas, enormes contrabandos de oro y plata, inmensas extensiones compradas a centavos por metro, semanas antes de que se anunciaran la carretera o las obras de urbanizaciŠn que elevar™an diez mil veces el valor de aquel suelo; cien millones de pesos cambiados en dŠlares y depositados en Suiza el d™a anterior a la devaluaciŠn.Aœn m⁄s indescifrable resultaba que Jim viviera con su madre no en una casa de Las Lomas, o cuando menos Polanco, sino en un departamento en un tercer piso cerca de la escuela. Qu” raro. No tanto, se dec™a en los recreos: la mam⁄ de Jim es la querida de ese tipo. La esposa es una vieja horrible que sale mucho en sociales. F™jate cuando haya algo para los niŒos pobres (je je, mi pap⁄ dice que primero los hacen pobres y luego les dan limosna) y la ver⁄s retratada: espantosa, gord™sima. Parece guacamaya o mamut. En cambio la mam⁄ de Jim es muy joven, muy guapa, algunos creen que

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es su hermana. Y ”l, terciaba Ayala, no es hijo de ese cabrŠn ratero que est⁄ chingando a M”xico, sino de un periodista gringo que se llevŠ a la mam⁄ a San Francisco y nunca se casŠ con ella. El SeŒor no trata muy bien al pobre de Jim. Dicen que tiene mujeres por todas partes. Hasta estrellas de cine y toda la cosa. La mam⁄ de Jim sŠlo es una entre muchas.No es cierto, les contestaba yo. No sean as™. ÀLes gustar™a que se hablara de sus madres en esa forma? Nadie se atreviŠ a decirle estas cosas a Jim pero ”l, como si adivinara la murmuraciŠn, insist™a: Veo poco a mi pap⁄ porque siempre est⁄ fuera, trabajando al servicio de M”xico. S™ cŠmo no, replicaba Alcaraz: “trabajando al servicio de M”xico”: Al™ Baba y los cuarenta ladrones. Dicen en mi casa que est⁄n robando hasta lo que no hay. Todos en el gobierno de Alem⁄n son una bola de ladrones. Ya que te compre otro suetercito con lo que nos roba.Jim se pelea y no quiere hablar con nadie. No me imagino qu” pasar™a si se enterase de los rumores acerca de su madre. (Cuando ”l est⁄ presente los ataques de nuestros compaŒeros se limitan al SeŒor.) Jim se ha hecho mi amigo porque no soy su juez. En resumidas cuentas, ”l qu” culpa tiene. Nadie escoge cŠmo nace, en dŠnde nace, cu⁄ndo nace, de qui”nes nace. Y ya no vamos a entrar en la guerra de los recreos. Hoy los jud™os tomaron Jerusal”n pero maŒana ser⁄ la venganza de los ⁄rabes.Los viernes, a la salida de la escuela, iba con Jim al Roma, el Royal, el Balmori, cines que ya no existen. Pel™culas de Lassie o Elizabeth Taylor adolescente. Y nuestro predilecto: programa triple visto mil veces: Frankenstein, Dr⁄cula, El Hombre Lobo. O programa doble: Aventuras en Birmania y Dios es mi copiloto. O bien, una que al padre P”rez del Valle le encantaba proyectar los domingos en su Club Vanguardias: AdiŠs, m™ster Chips. Me dio tanta tristeza como Bambi. Cuando a los tres o cuatro aŒos vi esta pel™cula de Walt

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Disney, tuvieron que sacarme del cine llorando porque los cazadores mataban a la mam⁄ de Bambi. En la guerra asesinaban a millones de madres. Pero no lo sab™a, no lloraba por ellas ni por sus hijos; aunque en el Cinelandia -junto a las caricaturas del Pato Donald, el RatŠn Mickey, Popeye el Marino, el P⁄jaro Loco y Bugs Bunny-pasaban los noticieros: bombas cayendo a plomo sobre las ciudades, caŒones, batallas, incendios, ruinas, cad⁄veres.IVLUGAR DE ENMEDIO…ramos tantos hermanos que no pod™a invitar a Jim a mi casa. Mi madre siempre arreglando lo que dej⁄bamos tirado, cocinando, lavando ropa; ansiosa de comprar lavadora, aspiradora, licuadora, olla express, refrigerador el”ctrico. (El nuestro era de los œltimos que funcionaban con un bloque de hielo cambiado todas las maŒanas.) En esa ”poca mi madre no ve™a sino el estrecho horizonte que le mostraron en su casa. Detestaba a quienes no eran de Jalisco. Juzgaba extranjeros al resto de los mexicanos y aborrec™a en especial a los capitalinos. Odiaba la colonia Roma porque empezaban a desertarla las buenas familias y en aquellos aŒos la habitaban ⁄rabes y jud™os y gente del sur: campechanos, chiapanecos, tabasqueŒos, yucatecos. RegaŒaba a H”ctor que ya ten™a veinte aŒos y en vez de asistir a la Universidad Nacional en donde estaba inscrito, pasaba las semanas en el Swing Club y en billares, cantinas, burdeles. Su pasiŠn era hablar de mujeres, pol™tica, automŠviles. Tanto quejarse de los

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militares, dec™a, y ya ven cŠmo anda el pa™s cuando imponen en la presidencia a un civil. Con mi general Henr™quez Guzm⁄n, M”xico estar™a tan bien como Argentina con el general PerŠn. Ya ver⁄n, ya ver⁄n cŠmo se van a poner aqu™ las cosas en 1952. Me canso que, con el PRI o contra el PRI, Henr™quez Guzm⁄n va a ser presidente.Mi padre no sal™a de su f⁄brica de jabones que se ahogaba ante la competencia y la publicidad de las marcas norteamericanas. Anunciaban por radio los nuevos detergentes: Ace, Fab, Vel, y sentenciaban: El jabŠn pasŠ a la historia. Aquella espuma que para todos (aœn ignorantes de sus daŒos) significaba limpieza, comodidad, bienestar y, para las mujeres, liberaciŠn de horas sin t”rmino ante el lavadero, para nosotros representaba la cresta de la ola que se llevaba nuestros privilegios.MonseŒor Mart™nez, arzobispo de M”xico, decretŠ un d™a de oraciŠn y penitencia contra el avance del comunismo. No olvido aquella maŒana: en el recreo le mostraba a Jim uno de mis PequeŒos Grandes Libros, novelas ilustradas que en el extremo superior de la p⁄gina ten™an cinito (las figuras parec™an moverse si uno dejaba correr las hojas con el dedo pulgar), cuando Rosales, que nunca antes se hab™a metido conmigo, gritŠ: Hey, miren: esos dos son putos. Vamos a darles pamba a los putos. Me le fui encima a golpes. P⁄same a tu madre, pinche buey, y ver⁄s qu” tan puto, indio pendejo. El profesor nos separŠ. Yo con un labio roto, ”l con sangre de la nariz que le manchaba la camisa.Gracias a la pelea mi padre me enseŒŠ a no despreciar. Me preguntŠ con qui”n me hab™a enfrentado. Llam” “indio” a Rosales. Mi padre dijo que en M”xico todos ”ramos indios, aun sin saberlo ni quererlo. Si los indios no fueran al mismo tiempo los pobres nadie usar™a esa palabra a modo de insulto. Me refer™ a Rosales como “pelado”. Mi padre seŒalŠ que nadie tiene la culpa de estar en la miseria, y antes de juzgar mal a alguien deb™a pensar si tuvo las

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